Friday, October 27, 2006

Crónica de Sarajevo sitiada

A continuación presento dos textos que hacen parte del libro Diario de Guerra: Crónica de Sarajevo sitiada (1993, Bogotá, Arango Editores). Este, es una compilación de editoriales escritos por el jefe de redacción del diario Oslobodenje (Liberación), Zlatko Dizdarevic, quien, junto con otros periodistas de las diferentes nacionalidades de la ex-Yugoslavia, decidió permanecer en Sarajevo con el fin de narrar el horror de la guerra y mantener contra viento y marea la publicación del diario que terminó convirtiéndose en un símbolo de la resistencia sarajevina. Para Dizdarevic, quedarse en Sarajevo constituyó un “acto elemental de dignidad”, aunque hacerlo implicó estar bajo la constante amenaza de los snipers y de toda la lógica brutal de la purificación étnica.
Escritos desde la urgencia diaria y la supervivencia, estos textos comienzan el 25 de abril de 1992, día en que se inicia el ataque del ejército y de los paramilitares serbios contra las ciudades bosnias, y terminan con el editorial escrito el 5 de diciembre de 1992, después de 8 meses de asedio. Ante todo, estos textos son un grito de humanidad ante la barbarie humana y la indiferencia “humanitaria”. Las palabras de Dizdarevic, con toda razón, no guardan mesura a la hora de manifestar su repudio de la ONU, quien atestiguó la destrucción sistemática de Sarajevo y de toda Bosnia-Herzegovina, sin hacer absolutamente nada para evitarlo.


La torre amarilla
Julio 5, 1992

Durante estos noventa días de guerra en Bosnia Herzegovina y de sitio en Sarajevo, hemos visto de todo. Pero no lo que sucedió en nuestras narices, en el Nº 21 de la calle de los Donantes de Sangre, en Sarajevo… Estuvimos atentos a este acontecimiento que supera probablemente todos los desafíos imaginables dentro del orden internacional establecido, como un partido de fútbol, una película o un número de circo.

Unos veinte minutos de nutrido tiroteo contra un alto edificio residencial en el corazón de la ciudad. La manera de proceder en este día soleado de julio, a algunos centenares de kilómetros de Roma, de Venecia, de Florencia, de París, de Viena o de Atenas, convierte cualquier mención del orden internacional en algo superfluo. Esta vez el mundo policivo, que no reconoce en las guerras sino lo que ve, los hechos establecidos, registrados y probados, no podrá criticar nada. Las cámaras de televisión filmaron y difundieron las imágenes de los veinte minutos de bombardeo contra ese enorme edificio amarillo.

Los expertos militares ya saben que un “miembro de una de las partes en conflicto” (como no dejan de repetir los diferentes observadores de la agresión contra Bosnia Herzegovina, incluyendo a algunos valientes periodistas extranjeros) disparó en contra ese edificio con un cañón antiaéreo de cuarenta milímetros. También saben que hay cincuenta y seis agujeros (están impresos) en la fachada del edificio, sin contar los proyectiles que entraron a los apartamentos. Los inquilinos del edificio que quedaron con vida, símbolo del surrealismo de Sarajevo, también saben que entre el décimo y décimo octavo piso ningún apartamento se salvó.

Los tiros, los impactos y el humo ya se han visto mil veces en Sarajevo; pero la manera de proceder es nueva. El loco furioso sentado detrás del cañón hizo su “trabajo” de tal manera que cualquier interpretación que se haga es inútil. Empezó fríamente sus bodas de sangre disparando al comienzo un poco al azar y luego con una precisión diabólica. Comenzó por el piso dieciocho, descendiendo sistemáticamente piso por piso, ventana por ventana, apartamento por apartamento, pared por pared. Lo hacía con una sádica premeditación, dejándole apenas tiempo a la gente que se encontraba adentro de decirse que todo había terminado tal vez y que se habían salvado.

En este supuesto corazón de Europa, ese cañón de cuarenta milímetros sublimó completamente y sin pretensión imbécil todo lo que “esa gente” le quiere “decir” al resto del planeta: “Nosotros somos los que disparamos, ¿y qué? Vayan a entendérselas con su “cultura”, aquí se sabe quién es el dueño de la vida y de la muerte; uno, por los puntos de vista de ustedes y por sus resoluciones; dos, por sus Cascos Azules y demás; y tres, por todo lo que ustedes quieran permitir o no permitir”.

Cada uno de esos cincuenta y seis huecos en la fachada del edificio es también un hueco en el supuesto “orden de cosas” que creemos real. Es una prueba manifiesta de la victoria del Mal y de la impotencia del Bien, del triunfo del caos sobre el orden, de la derrota de lo humano frente a la bestialidad.

Cuando vemos producirse frente a nuestras narices lo que “no podría producirse en ninguna otra parte del mundo”, nos sentimos invadidos por un sentimiento de impotencia y de desamparo. El animal que está detrás del cañón se burla sádicamente y escoge con un placer infinito la ventana del apartamento donde asesinará a una, a dos, a cinco, poco importa cuántas personas.

¿Por qué creíamos que “en ninguna parte del mundo” podría suceder esto? Porque nos enseñaron a respetar un cierto orden de cosas. Si semejante acto es posible hoy, es porque este “orden de cosas” ha muerto en Sarajevo. Su entierro es uno de los más tristes del planeta en varios decenios; y no por el número de víctimas, sino por el número de ideales sepultados.

En fin, en la historia de la torre amarilla existe un punto sin importancia para el loco furioso, pero capital para nosotros: de entre un montón de ladrillos, de cemento, de vidrio y de metal, sacaron un bebé de diez días de nacido, sano y salvo: para que recordemos lo que se le contará sobre su décimo día de vida, para que haga con ello lo que bien le plazca. Eso, claro está, si el bebé no perece, a su turno, dentro del nuevo “orden” mundial.


El juego del absurdo
Julio 17, 1992

¿Cómo hablar de la “situación general” de Sarajevo en el día de la muerte de un amigo, de un colega, reportero gráfico y excelente profesional? ¿Y si además uno se entera de que en algún lugar, del otro lado del Miljacka (río que atraviesa a Sarajevo), en el “Sarajevo servio”, acaba de morir otro hombre del mismo periódico porque ya no tenía fuerzas para soportar el miedo y el hambre? ¿O si, con sus propios ojos, usted ve a un bebé de seis meses al cual unas horas antes le han amputado una pierna?
¿Cómo describir esta sensación de que el círculo se cierra cada vez más sobre uno, lenta pero inexorablemente? Asía nace la idea de que uno está metido dentro de una cola que va avanzando: cada quien va llegando a una ventanilla donde debe pagar por todo lo que le era inestimable: amor, felicidad, intimidad, fe en la gente, humanidad, confianza y generosidad.
Y en semejante día veo llegar a mi oficina – a la que llego todos los días bordeando una cerca tras la cual me espera un sniper – un periodista alemán seguido por un camarógrafo. Esta es su primera pregunta: “¿Cuál es su reacción frente a la declaración del general MacKenzie según la cual el pueblo de Sarajevo no está agradecido por los alimentos que los Cascos Azules les aseguran por medio del puente áereo?...”
En efecto, ¿por qué no estamos agradecidos (digo “nosotros” porque me cuento entre los ingratos), si es un hecho que las bodegas están realmente llenas de harina, de macarrones, de arroz? ¿De dónde provendrá este sentimiento de ingratitud, puesto que es cierto que ahora no contamos sino algunos niños muertos diariamente, mientras que antes eran muchos más? ¿No tenemos acaso la posibilidad de negociar la salida de la ciudad con los Cascos Azules, aportando una buena suma de dinero? ¿Acaso no les podemos comprar gasolina pagándoles bien? ¿O enterarnos gratuitamente, gracias a ellos, de que quienes asesinaron a mi amigo Salko Honda, el reportero, no serán castigados jamás?
Yo no le podía decir al reportero de la televisión alemana, quien además era bastante correcto, que yo más bien habría tenido deseos de aullar de rabia escuchando semejante pregunta, que yo no podría sino llorar de dolor ante la “muy importante información televisada” según la cual “la FORPRONU (fuerzas de protección de las Naciones Unidas) trajo a Sarajevo los aparatos con los que se podrá identificar la naturaleza y la procedencia de los tiros”. Lo que no puedo preguntarle a nadie es ¿qué pasó con ese bebé al que le amputaron una pierna? ¿Y con mi compañero Salko, quien un año antes de pensionarse se moría de pavor frente a los proyectiles… y que uno de ellos logró encontrarlo?
La situación se torna absurda: a pesar de todas nuestras esperanzas, aquí estamos, separados de nuestros seres queridos. Era absurdo pensar que alguien haría algo para ayudarnos, y no comprender que el general MacKenzie, quien se irá de Sarajevo, no vino sino para realizar otro chancuco de dinero, para ganarse otra estrella confeccionada con la sangre de los niños de Sarajevo y para regresar a sus lagos canadienses.
Pero precisamente debido a Salko Honda, quien murió con su cámara fotográfica en la mano; debido al pequeño Rade, que no soportó el hambre ni el miedo, a pesar de estar del buen lado; debido a mis hijos que están creciendo sin su padre, vamos a terminar dándonos la mano con el absurdo, para burlarnos, para equivocarnos, para esquivarnos y robarnos mutuamente. El absurdo y nosotros. En este mundo podrido hay tantas cosas patas arriba que hay que jugarse lo imposible: sólo en la carrera con el absurdo se puede encontrar un poco de sentido.
Aquí la gente es amargada, es decir honesta; si son honestos, están locos; y si están locos, tendrán que luchar contra el absurdo con la esperanza de tener una oportunidad de vencer. A esto hemos llegado.

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